La lección de este testimonio: Quien por fe vive el mensaje de Fátima al abrigo del rezo diario del rosario, puede salir incólume incluso de una explosión atómica.
Esta historia nos sitúa en Hiroshima, Japón, el año 1945, cuando un grupo de jesuitas fue salvado gracias a su devoción a la Virgen de Fátima expresada en el rezo del Santo Rosario.
Cuando el 6 de agosto de 1945 —fiesta de la Transfiguración del Señor—, Estados Unidos hizo caer sobre esa ciudad una de las dos bombas atómicas cuya brutal explosión destructiva pondría fin a la vida de miles, los religiosos jesuitas, aunque estaban en la zona de la explosión, salvaron milagrosamente.
Los hermanos Hugo Lassalle, Hubert Schiffer, Wilhelm Kleinsorge y Hubert Cieslik, se encontraban en la casa parroquial de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuando fue arrojada la bomba. En el momento de la explosión, uno de ellos se encontraba celebrando la Eucaristía, otro desayunaba y el resto en dependencias de la parroquia.
Nadie podía comprender que el recinto quedase en pie y ellos vivos. Incluso los médicos que habían sido categóricos para afirmar que más pronto que tarde la radiación recibida les produciría lesiones graves, enfermedades y una muerte prematura, terminarían por rendirse a la evidencia…
Fueron examinados por decenas de doctores unas 200 veces a lo largo de los años posteriores y no se halló en sus cuerpos rastro alguno de la radiación.
Los cuatro religiosos nunca dudaron de que habían gozado de la protección divina y por mediación de la Santísima Virgen: “Vivíamos el mensaje de Fátima y rezábamos juntos el Rosario todos los días”, explicaron, según cita el libro “El Rosario de Hiroshima”, donde el P. Schiffer narra los acontecimientos.
La Imagen de la Virgen de Fátima que hoy peregrina en Chile, como este testimonio, nos manifiestan el poder de la fe, que todo bien espera de Dios Padre. La Virgen en este tiempo de crisis, tal como lo hiciere en Fátima, nos sigue repitiendo: “No tengan miedo… Al final mi Inmaculado triunfará”.
Repitamos juntos entonces día y noche sin cesar: “Dios te Salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.