Es en la Eucaristía donde la alianza rota por el pecado del hombre se restablece, llegando a una comunión, una comunión en el amor, que es la esencia misma de Dios.

Durante las tres apariciones del Ángel a los pastorcitos en Fátima hay una línea o un hilo conector entre una aparición y otra, y es la del pedir perdón, sacrificarse y reparar por los pecados con los cuales Dios es ofendido.

En la primera aparición el Ángel les enseña a Lucía, Jacinto y Francisco la siguiente oración: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman“.

En la segunda, el Ángel los invita a ofrecer sacrificios como reparación por todo lo que Dios es ofendido y, al mismo tiempo, suplicando la conversión de los pecadores.

En la tercera y última aparición el Ángel, habiendo dejado suspendido en el aire el Cáliz, se arrodilla y repite por treces veces la siguiente oración: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os ofrezco el preciosismo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los marinos infinitos de su Santísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores”.

Precisamente este pedido de perdón a Dios por las ofensas constituye uno de los temas centrales del mensaje en general de Fátima. Por eso puede ayudar el reflexionar sobre este llamado a ofrecer sacrificios y reparar el pecado y las ofensas cometidas contra Dios.

El llamado que nos hace el ángel a reparar solo se entiende a la luz de lo qué es el pecado y de sus consecuencias.

El Catecismo de la Iglesia católica enseña que Dios en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada (Cat. n. 1), y mediante una alianza con Su Creador poder ofrecerle una respuesta de fe y de amor (Cat. n. 357).

Sin embargo, con el pecado el hombre rompe esta alianza y pierde la comunión con Dios a la cual está llamado. El pecado hiere a Dios y a quien lo comete, así como también hiere la comunión que hay entre los hombres. Estas heridas deben ser curadas, así como la comunión restablecida.

Este restablecimiento de la comunión con Dios lo hace Jesús, el Hijo de Dios, quien al encarnarse se solidariza con los hombres pecadores hasta tal punto de llegar a sustituir a todo hombre delante de Su Padre. Esto es lo que enseña el Catecismo al decir que “Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados” (Cat. n. 615).

Esto lo hace asumiéndonos “desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado? (Mc. 15,34; Sal. 22,2).

Al haberle hecho así solidario con nosotros pecadores, Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros (Rm. 8,32) para que fuéramos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo (Rm. 5,10)” (Cat. n. 603).

Aún más, es precisamente este deseo de reparar la alianza, la comunión del hombre con Dios lo que “anima toda la vida de Jesús (cf. Lc. 12,50; 22,15; Mt. 16,21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación” (Cat. n. 607).

Solo Jesús puede expiar, pues de acuerdo a lo que enseña el mismo Catecismo, “ningún hombre, aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos” (Cat. n. 616)

Sin embargo, de este hecho, de este acto que es el ápice de todo amor y la manifestación suprema del amor misericordioso, el hombre puede participar. Esto lo pone de presente el Catecismo al mencionar que “en su Persona divina encarnada, se ha unido en cierto modo con todo hombre (GS 22, 2) Él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida […] se asocien a este misterio pascual (GS 22, 5).

Él llama a sus discípulos a “tomar su cruz y a seguirle” (Mt 16, 24) porque Él “sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35)” (Cat. n. 618)

En este sentido el mensaje del ángel toma un cariz maravilloso y radiante. El mensaje del ángel no es sólo el de pedir disculpas en nombre de, lo cual ya es meritorio, sino que el ángel con su mensaje reiterativo de ofrecer sacrificios, reparar y pedir perdón nos llama a participar, ser partícipes del amor insondable y del amor mayor que se manifiesta en el sacrificio de Cristo.

El ángel con su constante llamada a la reparación y a ofrecer sacrificios nos invita a asociarnos a este misterio pascual, a este misterio de amor, siguiendo las huellas de nuestro Redentor, asociándonos a su sacrificio, y así llegar a ser auténtica y verdaderamente discípulos de Jesús; y es esta participación en su sacrificio lo que constituye el ápice de la imitación de Cristo.

El ángel invita a los pastorcitos, y en ellos nos llama a todos, pues todos estamos llamados a unirnos y a participar de esta expresión máxima del amor, y así y solo así construir una civilización de amor y de paz.

De hecho, en la segunda aparición el ángel les explica a los videntes que el sacrificio como acto de reparación de los pecados atraerá la paz sobre Portugal.

Este aspecto de Fátima, el de la reparar y ofrecer sacrificios los unos por los otros, pone de presente “aquel plan de Dios que interpela a la humanidad desde sus inicios: ¿Dónde está Abel, tu hermano? […] La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra (Gn 4,9).

El hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no logra interrumpir

En la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios se pone a buscar a los justos para salvar la ciudad de los hombres y lo mismo hace aquí, en Fátima, cuando Nuestra Señora pregunta: ¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera mandaros, como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y como súplica por la conversión de los pecadores? (Memórias da Irmā Lúcia, I, 162)” (Benedicto XVI, Homilia en Fatima, 13 de Mayo de 2010).

Así, “lo importante es que el mensaje, la respuesta de Fátima, no tiene que ver sustancialmente con devociones particulares, sino con la respuesta fundamental, es decir, la conversión permanente, la penitencia, la oración, y las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. De este modo, vemos aquí la respuesta verdadera y fundamental que la Iglesia debe dar, que nosotros —cada persona — debemos dar en esta situación… La Iglesia, por tanto, tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, por una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye la justicia. En una palabra, debemos volver a aprender estas cosas esenciales: la conversión, la oración, la penitencia y las virtudes teologales” (Palabras de Benedicto XVI en su vuelo hacia Portugal el 11 de mayo de 2010).

Para llegar a participar de este acto de amor se requiere pasar por una escuela, así como los pastorcitos fueron preparados por el ángel, quien en sus tres apariciones les fue enseñando cómo sacrificar y de qué ofrecer sacrificios.

En la primera aparición el ángel presenta el tema de la oración: “Orad conmigo, dice dirigiéndose a los niños, Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no te adoran, no esperan y no te aman”.

Esta oración es una oración sencilla de adoración y de intercesión, razón por la que “nos conforma muy de cerca con la oración de Jesús” (Cat. 2634), y tiene por objeto “pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca no su propio interés sino […] el de los demás” (Cat. 2635). Así en esta primera aparición el ángel nos enseña a abrir el corazón y buscar la salvación de la humanidad, pidiéndola con perseverancia y confianza. Lucía recuerda en sus memorias que pasaban largas horas postrados rezando esta oración.

Ya en la segunda aparición, el ángel expresamente llama a los niños a ofrecer “continuamente oraciones y sacrificios al Altísimo”. Después de este llamado sigue el siguiente diálogo entre Lucía y el ángel:

Lucía: “¿Cómo debemos ofrecer sacrificios?”

Ángel: “De todo lo que puedan ofrezcan sacrificios para reparar los pecados, por los cuales Dios es ofendido, e imploren la conversión de los pecadores. Así alcanzarán la paz para su patria, de la que yo soy el Ángel de la Guarda, el Ángel de Portugal. Ante todo, acepten el sufrimiento y soporten con sumisión lo que el Señor les enviará”.

De la respuesta que da el ángel se pueden inferir dos formas de sacrificio. El primero: ofrecer todo lo que podamos (nuestras labores diarias, nuestras alegrías y tristezas). Todo puede ser ofrecido como sacrificio y salvar y reparar ofensas a Dios. Recordemos que lo que no se ofrece a Dios, se perderá para toda la eternidad.

Así las cosas, el sacrificio no necesariamente tiene que ser algo “malo” o “feo”, “doloroso”. Se pueden ofrecer como sacrificio nuestras alegrías, cuando compartimos y nos reunimos en familia, con los hijos. Y el valor de estos pequeños sacrificios contienen una promesa muy valiosa: estos sacrificios consiguen la paz.

La segunda forma de sacrificar es soportar con paciencia todos los sufrimientos que Dios nos manda. Es el sacrificio de nuestra voluntad y la entrega a la voluntad de Dios, lo cual es el amor perfecto: amar al Amado por ser Él, sin buscar consuelos o gracias especiales, solo a Él.

Estas palabras del ángel, narra Lucía, “se impregnaron en nuestro espíritu como una luz que nos permitió conocer quién es Dios, cómo nos ama y quiere también ser amado por nosotros. Reconocimos el valor del sacrificio y cómo es agradable a Él; y como convierte a través de él, a los pecadores. A partir de este tiempo comenzamos a ofrecer al Señor todo lo que nos costaba gran esfuerzo, pero en aquel tiempo no buscábamos otras mortificaciones o ejercicios penitenciales, sino estar postrados sobre la tierra por horas, y solo repetir la oración del ángel”.

Ante este valor de nuestras acciones y del sacrificio ofrecido a Dios cabe decir con Pío XII:

Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto… (Mystici Corporis, 19).

Los pastorcitos, llevados por el ángel, entregaban sus almuerzos a los niños vecinos más pobres, comían bellotas y cebollas en lugar de la comida ordinaria, no tomaban agua durante el verano e inventaron una especie de cilicio que les causaba penas y dolores, para así poder tener algo que ofrecer a Dios.

Sin embargo, Dios continúa mostrando que no se deja ganar en generosidad y es así como en la tercera aparición el ángel aparece sosteniendo un cáliz en sus manos y sobre éste una hostia, de la cual salieron gotas de sangre que caían dentro del cáliz.

El ángel en esta oportunidad les enseña la siguiente oración: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los tabernáculos del mundo, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que él mismo es ofendido. Por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y por la intercesión del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores”.

La Eucaristía, como ha señalado Benedicto XVI, es el sacramento de la caridad, “es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable Sacramento se manifiesta el amor más grande, aquel que impulsa a dar la vida por los propios amigos (cf. Jn 15,13). En efecto, Jesús los amó hasta el extremo (Jn 13,1)” (Sacramento de la Caridad, 1).

De este amor el ángel nos hace participar, de este amor en extremo, de este sacramento de la caridad.

Es en la Eucaristía donde la alianza rota por el pecado del hombre se restablece, llegando a una comunión, una comunión en el amor, que es la esencia misma de Dios. Que nadie quede excluido de esta comunión de la verdad en el amor.

“Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión…Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a todos” (Sacramento de la caridad, 84).

Padre Fernando Cárdenas Lee, Foyer de Charitè